Hace unos días me preguntaron en una entrevista cuál era mi opinión comunicativa sobre los líderes de los cuatro grandes partidos políticos españoles. Respondí que me parecían muy buenos comunicativamente porque son hábiles discursivamente, ricos en retórica, utilizan muchos recursos, una comunicación no verbal cuidada, claridad en los mensajes, buena adaptación a la audiencia… Y apostillé que creía que estábamos entre líderes muy parejos en cuanto a sus capacidades en este ámbito.

Hoy, repasando la entrevista, me doy cuenta que mi afirmación sin ser falsa no era correcta. Analizo a los políticos desde lo que estricta y etimológicamente es la política: “actividad de los que gobiernan o aspiran a gobernar los asuntos que afectan a la sociedad o a un país”, y empiezo a dudar de mis afirmaciones.

Estamos ante líderes que doblando en diputados a sus inmediatos oponentes, y sin alternativa política posible por parte de la oposición, no han sido capaces de formar un gobierno; ante políticos que han hecho dejación de sus funciones no abordando aquellos conflictos que les competen e intentando situarlos en otras esferas que no les son pertinentes (sistema judicial); que mienten sin rubor para intentar crear una sociedad que les convenga electoralmente; que se obsesionan comunicativamente en cuestiones que no tienen una afectación directa sobre sus votantes pero que les facilita no explicar propuestas o programas que posiblemente ni han pensado; que no explican, posiblemente porque no lo tienen, su proyecto político para los ciudadanos (sólo cabe ver los lemas electorales de estos partidos en las elecciones que no sólo son inconcretos y vagos sino que también podrían ser intercambiados entre ellos sin que nadie se sorprendiera)…

Vaya, que me equivoqué. Comunicar bien no define a un político. La política define a un político. Y resulta evidente que no son buenos políticos. Con generosidad, podríamos decir que son mediocres. En una empresa privada estarían en la calle.