Nuestro sistema educativo está orientado a la formación de conocimientos. Desde pequeños intentan que conozcamos un número, muchas veces infinito, de datos, hechos o técnicas que teóricamente nos van a permitir saber más y ser más competitivos en el mundo profesional. Nos pasamos la vida formándonos en conocimientos y cuantos más tenemos más aptos debemos ser.

Pero tengo la impresión que la realidad no está orientada exclusivamente en esa dirección. En los últimos días he podido interactuar con un equipo de directores de Recursos Humanos de empresas medianas y grandes y con ellos hemos repasado las principales características que deben tener los trabajadores de sus organizaciones y los candidatos a los puestos de trabajo que generan. En todos los casos la lista que, ellos mismos, elaboraron estaba llena de actitudes (además de conocimientos concretos sobre el ramo en el que operan): credibilidad, positividad, ser buena persona, saber trabajar en equipo, humildad… ¿Y en qué momento de nuestro sistema educativo nos dedicamos a todo esto? Tenemos un sistema que fomenta la adquisición de conocimientos pero que prácticamente olvida las actitudes.

Algunos de los directores de Recursos Humanos me aseguraron que prefieren personal con actitud que con conocimiento porque este último es más fácil de adquirir que el primero. “Alguien que no conoce una técnica (conocimiento) se le puede enseñar en relativamente poco tiempo, alguien que no tiene una actitud adecuada es muy difícil reconvertirlo”, me decían. La conclusión que he sacado de la experiencia es que los conocimientos resultan imprescindibles para poder acceder a un puesto de trabajo pero que la decisión definitva la marca las actitudes del candidato.